jueves, 19 de marzo de 2009

Ay! ¡¡Que simpáticos los monstruicos!!

Nos gustan los monstruos. ¿Y qué es un monstruo? Un monstruo, un freak, una aberración, algo que no debería existir, y que sin embargo está vivo...

El monstruo no ha sido siempre el mismo, y si ya de por sí el término resulta ambivalente y salpicado de connotaciones, lo es especialmente en la actual coyuntura de posmodernidad y quinceañeras en top, con sus piercings en el ombligo y sus tetas tuneadas.

Porque ¿es el monstruo una anormalidad? Evidentemente no. Al menos no sólamente una anormalidad. La monstruosidad es una isotopía que se ha mantenido en el imaginario colectivo desde tiempos mitológicos, en los que habitaron precisamente para las propias mitologías a modo de metáforas de la pasión desenfrenada, la ambición desmedida, la naturaleza amenazante o el enemigo político.

No hay que olvidar el origen femenino de criaturas mitológicas tan espeluznantes y poco acorde con la generalidad del reino animal como la Quimera enfrentada a Belerefonte, las Erinias que acosaron a Orestes, las tres grotescas gorgonas ( con su Medusa de petrificante mirada eslava), la feísima Escila o la pérfida Circe. Esta doble naturaleza del monstruo primigenio (mítico y femenino) son dos puntales maestros sobre los que se erige un universo magnético y avasallador poblado por innumerables criaturas que transitan el páramo de la anormalidad y el horror, han servido de escarmiento moralizante o simplemente han sido un tiránico ejemplo de un régimen heteronormativo cualquiera. Porque no hay freaks abocados a desempeñar labores de ingeniería social, o a poblar herméticas pesadillas literarias, a menos que contemos con horrores contemporáneos en los que la simple rareza y la maldad desmedida caminan de la mano. Esa es otra historia.

El monstruo ocupa un lugar privilegiado en las religiones del mundo, y rara es la cultura que no cuenta son sus propios espantajos, criaturas extraordinarias y antinaturales que guian la conducta de la única manera que saben: infundiendo terror.

Es lógico, si aceptamos que el rol primordial del monstruo es el de ser la antítesis de un ethos que, expresado en términos de una simplicidad chupeteril, vendría a oponerse a las sempiternas fuerzas del bien en un marco de maniqueísmo antediluviano. Deshagámonos, sin embargo, de cuestiones tan complejas y digamos sencillamente que el monstruo ha venido al mundo (éste u otro) para asustar y, por lo tanto, para prescribir aquello que podemos y no podemos hacer. Siendo conscientes de la amplitud del tema, especialmente rendidos a los pies del estudio de las religiones, debemos aceptar que no toda criatura sobrenatural tiene por qué ser una encarnación del mal, e incluso que cualquier producto de fuerzas que sobrepasen las limitadas expectativas del ciudadano medio, ése que se nutre de series de la Fox y latas de Acuarius, supone de por sí darse un susto de tres madejas de cojones. La terrorífica efigie del monstruo depende de nuestro grado de aceptación de la propia monstruosidad, es meramente contextual, y por tanto se ve determinada por nuestra visión del mundo. El Dios de ayer es el monstruo del mañana.

Doblemente deformados

Por si no fuera poco con arrostrar un estigma indeleble y universal cultural que define al monstruo como una criatura extraordinaria y horrible, no han sido pocos los que han sido perseguidos y acosados por tenaces fuerzas justicieras, rígidos estamentos religiosos, héroes lanceros volando en sus sandalias aladas, y tantos como han sido perseguidos no fueron siempre objeto de persecución. El canon literario cambia como una puta veleta, y ya pueden presumir de haber sido venerados con fruición en tiempos lejanos y desiertos no menos remotos, porque la rueda del tiempo deja su huella indeleble incluso sobre las más feroces criaturas del abismo (porque las ruedas, en los atropellos, dejan huella)

El mito se convierte en leyenda, la leyenda en fábula, y la fábula en cuento popular. El mito explícito que antaño rigiera la conducta de los hombres puede hoy no ser más que un rumor que aletea en los marchitos labios de una anciana, una tonada susurrada entre juegos infantiles, o un fragmento de metralla folk que jamás habría encontrado su ubicación literaria y museística de no haber sido glosada por la pluma de un poeta. H.C.Andersen, Afanasiev o los hermanos Grimm son nombres que han dotado al cuento de hadas (ese mito con final feliz en palabras de Bruno Bettleheim) de relevancia histórica y cultural. El cuento de hadas mantiene una estrecha relación con la monstruosidad, no en balde el folklore ha sido la correa de transmisión de nuestros engendros más carismáticos; vampiros, brujas, licántropos, momias, fantasmas, espectros, muertos vivientes... si han perdurado hasta nuestros días y conservado su poder de sugestión, ha sido gracias al grado de cercanía que mantienen con la realidad de la vida cotidiana.

Brujas: adoradoras del diablo, benefactoras, pedófagas...

Hija bastarda de la sacerdotisa pagana, víctima perseguida que se enfrenta a los estamentos religiosos, meretriz o madamme del medievo, iatroquímica amateur; la bruja ha sido una de las más brillantes reinvenciones de la cultura popular centroeuropea, y la dueña absoluta del imaginario monstruil y fantasmagórico del medio rural. El campesinado, siempre atento a recoger las formas de ocio tradicionales, ha sido el principal impulsor de este personaje que ha adquirido formas diversas a lo largo de la historia, manteniéndose sin embargo bajo la égida del Gran Satán ( para los seguidores de Alan Moore, debo aclarar que no nos estamos refiriendo a Melek Thaus) en el cuento de hadas, sea habitando en una casita de chocolate o sobrevolando la noche de Walpurgis sobre su célebre escoba mágica. Sabemos de su tormentosa relación con la Iglesia de Roma, y de los intentos de rehabilitación de que ha sido objeto ulteriormente, así como de su resurgir en el cine y la cultura pop como una benefactora que se anticipó a la caída del antiguo régimen proporcionando remedios caseros para la enfermedad, preparando filtros de amor y ceremonias catárticas al aire libre. La inquisición, el Malleus Malleficarum (un libro inquisitorial de cabecera para todo forofo del torno y el látigo que se precie, tan popular en su momento que hasta se desarrolló una versión de bolsillo que permitiera al juez consultarlo sin faltar al decoro que debería caracterizar un proceso inquisitotial, "escondiéndose tras el atrio y ojeando su manual de estupideces" ) , Lutero y una ristra de elementos de pelaje afín, aseguraron para la pobre sacerdotisa de Diana Cazadora, para quienes profesaban todavía la antigua fé en dioses cornudos, saturnales y misterios eleusinos, un futuro de escarnio. La hechicera ya no convertiría más a los hombres en asnos por error, sino que sería dispensadora de catástrofes y maldiciones: transformaría a los niños en embutido, a los campesinos en perros, a las hortelanas en serpiente, a los príncipes en sapo. Hablamos de una bruja arquetípica del cuento de hadas, con su verruguita y su alacena rebosante de porquerías embotelladas.
Y fue una buena villana, vaya si lo fue. Generaciones de niños han crecido al calor de este símbolo del mal, y no han sido menos los eclesiásticos que se han valido de ella para infundir el terror reverencial y telúrico de un diablo disfrazado de deidad pagana, asumiendo una doble función de representación moralizante y enemigo de la autoridad. Posteriores encarnaciones de esta bruja medieval-renacentista, de la meiga o la bruja centroeuropea, la Babá Yagá eslava, esta criatura cuya muerte compensa y alivia los terrores primigenios del niño falleciendo en el horno o en la hoguera ( el fuego purificador que transmuta la materia bruta en espíritu puro) se han ido añadiendo al bagaje literario universal, haciéndose acompañar de brujos varones, hechiceros o nigromantes, que habrían de sumarse al rico imaginario de la literatura fantástica.
Es cierto que la bruja ha perdido vigencia durante el siglo XX, pese al sostén de ciertas supersticiones en áreas rurales, y a su continuidad en el relato infantil. A pesar de todo ha resistido la sátira y el paso de los siglos con buen aspecto - es un decir-, haciéndose objeto de parodias (aquel hilarante espacial de Halloween de Los Simpson en el que se hacía escarno de las brujas de Salem; el encantador y hábil relato de Roal Dahl llevado al cine por la Disney, etc...) e incluso de reinvenciones de posmoderna sensibilidad. Relatos de Stephen King o Clive Barker tienen espacio para la bruja entre sus páginas, y su figura ha sido objeto de reivindicación constante por parte de la literatura heroica, la historia de las supersticiones ( a mencionar: los trabajos de Julio Caro Baroja en nuestra península) y el cine fantástico y de terror.






Angelica Huston nos horroriza y repugna bajo su disfraz de bruja en la versión Disney del relato de Dahl


La sacerdotisa pagana que creció como concubina del diablo y envejeció para convertirse en una anciana huraña y arrugada es miembro de pleno derecho del Gran Panteón Monstruótico.

Brujas en la gran pantalla: hechicerulas modernukis.

Como decía, la bruja no ha desaparecido de la esfera pública, y como personaje interesante, grotesco y netamente monstruoso que es, ha pasado a engrosar la lista de criaturas diabólicas que han desfilado por pantallas grandes y chicas. La bruja piruja, la vieja espantosa y decrépita es uno de los elementos que animan la interesante y artesanal Suspiria de Darío Argento. También son brujas - y jóvenes- las protagonistas de "Jóvenes y brujas", un telefilm adolescente salvable por su falta de pretensiones y (obviously) de seriedad. De seriedad carecen también las brujas y vampiros de la Saga/serie Buffy cazavampiros, aunque juegue en otra liga( la de las series de culto perpetradas con gran carisma e irresistible sentido del humor). La que no es seria ni graciosa es Prácticamente Magia, película mediocre, por decir algo que no suene horrible de verdad, en la que Sandra Bullock y Nicole Kidman hacían y deshacían sus ensalmos amorosos en clave de comedia psicorromántica y docudrama bizarro de lo mala que es la farlopa para el entendimiento humano y el progreso de la civilización. Con Las brujas de Eastwick vuelve la magia, acompañada de unas cucharaditas de originalidad. Al menos la brujería recupera algo de su seminal cabreo femenino entre las sábanas del maligno. Y algo más todavía la protagonista de Season of the witch, con su homónimo tema estandarte. Las brujas retornan de nuevo, con El retorno de las brujas , infra-serie Z con tuneado yeyé. Dejémoslo estar...Y es que las brujas han adoptado tantos avatares en el cine como a lo largo de la historia, con lo que no es complicado buscar una a medida, si tiene usted intención de echarse una churri con pequeños antecedentes de sexo demoníaco.

El caso es que la bruja nos ha ofrecido grandes momentos de disfrute cinematográfico. Piense, si no, en la tremebunda diablesa que trató de zamparse al mismísimo Conan durante un fugaz polvo en el camino. Después de tanto tiempo, tras tantas peripecias, un periodo de gestación largo y doloroso, un trasunto agónico por la supervivencia, batallas inquisitoriales, persecuciones caninas y mutaciones inesperadas, la bruja ha conseguido mantener el tipo hasta nuestros tiempos, si no directamente, a través de los cauces que cine y literatura han cavado hasta nuestro subconsciente. Su figura, espeluznante y tragicómica, forma ya, al fin, parte de nuestras vidas, como uno de esos glamourosos monstruos que tanto amamos, que tanto necesitamos.









2 comentarios:

  1. Perdone mi falta de atino al identificarle Herr Profesor que ando un poco percha yo ultimamente.

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  2. Andar un poco percha... me voy a apropiar eso.

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