martes, 17 de febrero de 2009

Parafilias V



Botulinonia: el uso de un embutido como consolador

No han sido pocos los artistas, intelectuales y creadores gastronómicos, quienes han buscado la fórmula ideal que permitiese aunar alimentación y goce carnal. El viejo sentido decadentista, previo al ídem formulado tel quel por Hyusmans, Wilde y Barbey d´Aurevilly, como puedan ser el encarnado por los entrañables protagonistas del Satiricón de Petronio, o los últimos aristócratas de ese imperio romano que se vino abajo de pura degeneración, de un empacho de placeres eróticos y estéticos, se divierte macerando el fornicio en un exacerbado festín. Las opulentas comidas de nerones y calígulas son, en cierto modo, una manera de combinar distintos grados de excitación del paladar a través de la más absoluta y delirante glotonería: podríamos decir, la de alguien que no quiere renunciar a lo salado en el postre, ni a lo dulce durante la cena. Son esta clase de frustradas intentonas de dársela a la Renuncia, las que culminan en flanes de tocino, solomillos bañados en salsa de arándanos, cerdos agridulces y legumbres estofadas con sorbetes variados. La boca, en su doble función de abertura nutricia y máquina de besar (y lamer, y sorber, y chupar, y paladear...) no hace distingos en la cama. Esperemos ver en un futuro cierto revival de este noble arte combinatorio, y olvidarnos de ejercicios pornográficos del estilo del más bajo de los fondos, como pueda serlo meterse una butifarra por el culo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Parafilias IV




Androidismo: Excitación con muñecos o robots con aspecto humano.


Hay un componente erótico en la cosificación que va más allá de la mayor o menor disponibilidad del objeto de deseo inerte. Las mujeres biónicas siempre están disponibles, carecen del no con el que rechazar las peticiones más excéntricas, nunca niegan la satisfacción de los deseos más sucios e insólitos. La receptividad de un partenaire biónico va más allá del deseo perverso de gustar de la anatomía del otro en total libertad y rendido a las oscuras calderas del propio egoísmo, o de saldar dolorosas deudas de sexo con una sociedad que repudia y no ofrece sus frutos carnales a quien, pour uno u otro motivo, no ha sabido propiciar suficientes momentos de intimidad con sus semejantes. Hay que buscar en la dialéctica de actitudes activo-pasivas que subyacen a la jodienda los móviles de la pasión robótica, y desterrar de momento las tibias fantasías de nerds enclaustrados en laboratorios de nanotecnología, visionarios onanistas y patéticos geeks asociales.

Quizás sucumbamos, quienes jugamos con este tipo de material (auto)erótico, a un deseo manipulatorio de reminiscencias infantiles. Los niños de ciertas edades no empatizan con el objeto de sus juegos, y tanto da que se trate de un pedazo de plástico como de una mascota, prácticamente cualquier cosa puede ser víctima de sus experimentos manuales. Ambos se dejan tocar, sobar, estrujar, arrastrar, morder y destrozar sin protesta alguna. El paso es considerable, y no sólo en grado; el juego es de una cualidad sensiblemente distinta.
Disponemos incluso de material pornográfico con jóvenes durmientes que se dejan hacer con languidez, sosteniendo su adormecida pose incluso cuando los arrebatos de su amante van más allá de lo soportable por el más contumaz de los sueños REM. En el fondo el esclavo sexual mecánico no está tan lejos de las tenebrosas fantasías de La Mettrie y Chuck Palanhuick en Nana (aquel personaje que mantuvo relaciones sexuales con su esposa estando ésta muerta, sin saberlo él; aquel otro que deliberadamente se lo hacía con comatosas...) ni del porno standard nipón, con sus jóvenes adolescentes siempre subordinadas a un deseo autoritario, su victimización morbosa, su dulce complacencia con los órganos penetradores menos diplomáticos.

A un paso del amor por el ser inerte: el amor necrófilo.